viernes, enero 07, 2005

La seducción de los caramelos


Los cebos azucarados de ogros y ogresas, brujas y pedófilos:

La supuesta inocencia y fragilidad de los niños los convierten con frecuencia en seres desprotegidos ante la multitud de peligros que acechan en mundo adulto. El paraíso de la infancia , en realidad no supone siempre un territorio edénico donde las criaturas angelicales retozan juguetonas entre algodones, ositos de peluche y pompas de jabón. Esta fantasía rousseauniana puede mutar en un siniestro bosque tormentoso, de árboles retorcidos de mirada aterradora, plagado de seres malignos y amenazantes hambrientos de la sangre fresca de los infantes. Ogros, brujas, lobos y sacamantecas son los siniestros moradores de ese lugar de pesadilla, tanto de los abruptos bosques de los cuentos de hadas como de la jungla de asfalto del siglo que nos ocupa.
Mientras que a los adultos se les engaña y se les seduce con otro tipo de lisonjas más sofisticadas, para los niños el señuelo más eficaz para ganarse su confianza son sin duda los caramelos, las golosinas. La glotonería de los pequeños y su amor por lo dulce, además de su naturaleza confiada, los convierte en presas fáciles de pedófilos desalmados o de asesinos en serie.
El caso de Albert Fish conmovió profundamente a la sociedad neoyorquina el día que se descubrió que había secuestrado a una niña con el fin de descuartizarla y comérsela en un festín caníbal. El anciano se delató en una estremecedora carta que envió a la madre de la pequeña, y que los medios de comunicación no se privaron de publicar. En ella relataba con todo lujo de detalles como había apaleado a la niña para que su carne se reblandeciera, qué partes había comido de la misma, de qué modo las habia cocinado y cuales le resultaron más sabrosas. Hacia el final de la epístola comentaba a la madre que no debía preocuparse de la honra de su hija: “No me la tiré, aunque podría haberlo hecho. Murió virgen.”.
Lo curioso es que el amable viejecito nunca despertó las sospechas de nadie, a pesar de que los informes psiquiátricos realizados posteriormente le definieron como una persona con fuertes tendencias sadomasoquistas, voyeur, exhibicionista, pedofílico, homosexual, coprófago y con una obsesión morbosa por el canibalismo. Además, Fish era un fanático religioso que interpretaba a su manera la Biblia y sufría de alucinaciones y arrebatos místicos. Tras hacerse amigo de la niña, a la que entretenía con juegos y chucherías, le pidió permiso a su progenitora para llevársela a la fiesta de cumpleaños de una sobrina suya (por supuesto, inexistente), a lo que la señora accedió de buen grado, y de lo cual se lamentaría más tarde y durante el resto de su vida. Fué condenado a la silla eléctrica, y los cientos de alfileres que tenía incrustados dentro del escroto testigos de sus rituales masoquistas, provocaron un cortocircuito.

Dejad que los niños se acerquen a mí…..

Estos ogros contemporáneos, psicópatas devoraniños, tienen su equivalente literario y fantástico en la tradición popular de los “sacamantecas” u hombres del saco, hombres feos y malvados que raptan a los niños y se los llevan a casa para sacrificarlos y hacer con su grasa jabón o ungüentos para curar enfermedades. En verdad esto tiene más de realidad que de leyenda, si hacemos un poco de memoria histórica.
Enriqueta Martí Ripoll, la vampira de Barcelona de principio de los años 20, responde al perfil clásico de bruja curuja en su vertiente más sádica. Esta aprendiz de hechicera secuestraba a pequeños aprovechando los descuidos de los padres y prometiéndoles golosinas. Pero una vez en su morada, los niños eran asesinados, desangrados y despedazados cruelmente. Con su grasa preparaba extraños mejunjes para curar diversas enfermedades y dolencias tales como la tuberculosis o la tisis, y con el túetano de los huesos elaboraba potingues supuestamente revitalizantes y dudosamente milagrosos. Ella misma creía en el poder vigorizante de la sangre, la cual procuraba beber bien fresca y directamente de los cuerpos degollados para aprovechar al máximo sus nutrientes y sus cualidades mágicas. Era hematofílica (no confundir con hemofílica), lo cual explicaba su obsesión enfermiza por la sangre, que creía que la rejuvenecía y le otorgaba una energía vital y sexual extraordinarias. Gracias al chivatazo de una vecina, los tejemanejes de la Ripoll fueron descubiertos. La policía halló en su casa(aparte de insalubridad, ratas y cucarachas) sacos de tela con restos de huesos y las ropas ensangrentadas de los niños, además de libros antiguos de hechicería, diversos cuchillos y una libreta con direcciones y nombres de gente perteneciente a las altas esferas de la sociedad barcelonesa. Las investigaciones se dispersaron y nunca concluyeron en nada tangible, lo que contribuyó a alimentar el mito de la vampira. Se rumoreaba que comerciaba con sus pócimas para aliviar los males de los ricos, a cuyas fiestas y orgías era invitada, y se la vio salir de noche lujosamente vestida mientras en la puerta la esperaban ostentosos coches para recojerla.
Como por el día iba sucia y harapienta como una mendiga, a la policía le sorprendió encontrar en su casa un baúl lleno de caros ropajes y exquisitas joyas de un valor incalculable. A Enriqueta podríamos considerarla la Condesa Bathory española, famosa esta última por asesinar y desangrar a sus doncellas campesinas para bañarse en su sangre virgen y conservar la eterna juventud. El detalle macabro del caso de la vampira de Barcelona, es que, a pesar de sus cuarenta años largos, se comentaba que gozaba de una excelente salud y que su cutis resplandecía como el de una veinteañera. ¿Sería el “poder milagroso” de la sangre de los infantes lo que la mantenía tan lozana y hermosa a pesar de su austera vida diurna y su disoluta vida nocturna?

“¡¡No aceptes caramelos de desconocidos!!”

¿Cuantas veces habremos oído esta intrigante advertencia de boca de nuestros mayores? A los niños les pierde su avidez oral, su ansia de dulce, y esto es bien conocido por todos, tanto por buenos como por malos. Cuando un niño hace algo bien, se le recompensa con una golosina, y por el contrario, cuando se porta mal, se le castiga sin chuches. Este sistema de gratificación y castigo por medio de los dulces forma parte de su atractivo y fomenta el deseo de los pequeñuelos por estas frivolidades alimenticias, que cada vez tienen menos de alimenticias y más de frivolidad.
Los caramelos son utilizados por los lisonjeros malévolos como reclamo y como pegajoso señuelo para atraerlos a terrenos movedizos plagados de intenciones sórdidas. Los pedófilos esto lo saben bien, y con la promesa de entregarles más dulces, los niños acuden atolondrados, como los ratones de Hamelín tras el meloso silbar de la flauta, cayendo en la trampa. Todos hemos tenido un viejo verde en nuestras vidas, un amable señor o vecino que con azucarosos cebos se ganaba la confianza de los más golosos para obtener a cambio algún tipo de gratificación sexual. Si bien los penes no tienen el delicioso sabor de los Kojak, con el estómago lleno se piensa menos, y antes de que se den cuenta los pequeños, ya están manipulando piruloides de los que nunca se gastan por mucho que los chupes.
El cuento de Hansel y Gretel y la casita de chocolate de los hermanos Grimm es especialmente aleccionador, y es a su vez un relato que conmociona y fascina especialmente a los niños, por el profundo valor psicológico y simbólico que desprende y por su extraordinaria crudeza.
La situación de partida es la siguiente. Los hermanos Hansel y Gretel son abandonados en el bosque por parte de sus progenitores, unos modestísimos y paupérrimos campesinos que no tienen nada que comer y que no les queda más opción que deshacerse de los niños ante la tentación de comerse a sus propios hijos en un arrebato famélico. Esto supone para los pequeños un gran momento dramático, pues uno de los miedos más terribles y típicos del niño es el de ser abandonado. El otro, es ser devorado. Debido a la tremenda desproporción física de los años más tiernos, a ojos de los niños los adultos parecen ogros, gigantes de gran envergadura que en vez de resultar entes protectores, en ocasiones se tornan figuras amenazantes.
Hansel y Gretel avanzan abrazados por un bosque hostil, donde les acechan infinidad de peligros, pero de repente…se alza ante ellos una deslumbrante y deliciosa casita de chocolate. Los niños, hambrientos e incapaces de controlar su voracidad, sacian su apetito mordisqueando las paredes de mazapán, las vigas de caramelo y los apliques de nata…, hasta que son sorprendidos “in fraganti” por la perversa bruja del cuento, que los engaña y los invita a entrar, encerrando a Hansel en una jaula con el fin de engordarlo y comérselo y convirtiendo a Gretel en una sumisa sirvienta.
Los niños viven atemorizados por la bruja, de nuevo aparece el miedo a la devoración tan propio de los cuentos de hadas y tan arraigado en nuestro subconsciente, aunque gracias a la astucia de los pequeños la pérfida mujer es la que acaba en el caldero tras ser empujada por una envalentonada Gretel. Un final feliz para un cuento que muchas veces no acaba tan bien en el mundo real.
Los actos de violencia y los abusos sexuales que tienen como víctima a los niños crean una especial repulsa social, y el abusador pasa a ser automáticamente despreciado y estigmatizado, hasta el punto que en la misma cárcel estos presos necesitan protección especial para no acabar siendo violados, torturados y linchados por sus propios compañeros de celda. Por otra parte, los abusadores suelen haber sido a su vez víctimas de abusos y vejaciones en su infancia, por lo que se deduce que estas pautas de comportamiento adquiridas se fraguan en la niñez, revelándose en toda su crudeza al llegar a la fase adulta o post-adolescente, continuando así la cadena de maltrato.
Ogros contemporáneos como Albert Fish, con quince víctimas probadas, Enriqueta Martí Ripoll, con casi una decena, Myra Hindley y Ian Brady, que mataron y torturaron a cinco menores mientras grababan sus desgarradores alaridos, el colombiano Luis Alfredo Garabito, que confesó más de treinta asesinatos, o el reciente Marc Dutroux que conmocionó Bélgica. Así se abre un largo etcétera de celebridades, algunas aún con vida, y a las que no les queda el consuelo de la redención ni la esperanza en el perdón del colectivo social por la irremisibilidad de sus crímenes
Este tipo de sucesos despiertan tal repugnancia y aversión que la posibilidad de la reinserción es cuanto menos absurda. Desde el momento en que se haya hecho público su delito estarán más seguros en la cárcel que fuera de ella, donde se exponen al linchamiento público y a la justicia popular del ojo por ojo, diente por diente.
Willy Wonka y la fábrica de chocolate
Otro gran Señor de los Caramelos, no tan perverso pero sin embargo no exento de cierta malicia, lo hallamos en el Willy Wonka interpretado por Gene Wilder en “Willy Wonka y la fábrica de Chocolate”(Mel Stuart,1.971). En un tono amable y toscamente aleccionador, la versión cinematográfica de Roald Dahl nos sumerge en el increíble submundo de una maravillosa pero al tiempo siniestra fábrica de dulces, donde nadie entra y nadie sale, pero que abre sus puertas a los cinco niños afortunados que encuentren los cinco billetes dorados que se hallan ocultos en cinco de los billones de chocolatinas dispersas por todo el mundo.
El premio, aparte de la visita a la fábrica, es una provisión de por vida de dulces y chocolates. Esto despierta la avaricia natural de los pequeños, que empiezan a comprar de manera compulsiva los productos del señor Wonka en busca del ansiado billete. La moraleja es bien clara, y el egoísmo, la volubilidad y el carácter caprichoso de los niños acaba conduciéndolos a la perdición,a excepción del modesto y benévolo Charly, que consigue conquistar el corazón (y heredar la fábrica)del señor Wonka gracias a su honradez y a su humildad.
Los castigos que reciben los niños por su gula y avaricia son ejemplares. Mientras que el gordito acaba engullido por un rio de chocolate sobre el que se abalanza sediento de cacao, otra niña petarda e insolente acaba convertida en arándano flotante. La ricachona caprichosa no corre mejor suerte, y el insoportable canijo adicto a la televisión acaba siendo reducido a tamaño liliputiense.
Niños y caramelos, caramelos y niños…, nuestra infancia está regada de nata y sirope, salpicada de virutas de azúcar y chocolate y aromatizada con regaliz y fresas. Con el tiempo, la obsesión por lo dulce desaparece, o por lo menos mengua, en parte porque nuestro cerebro adulto necesita menos glucosa y porque nos preocupamos por nuestra salud dental y por nuestro peso.
Pero no podemos obviar que el circuito de las gratificaciones ha quedado marcado por el método de compensación y castigo en base a las chuches impuesto por nuestros mayores. Cuando nos sentimos mal es sencillo paliar el malestar y la soledad con un bote de leche condensada o una tarrina de helado de nueces, en una especie de ritual de autorecompensa que solo durará lo que tardemos en devorar nuestro pegajoso banquete.

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